10 septiembre, 2005

Amores que matan

Era una tarde cálida y lluviosa. No había tormenta alguna, pero sin embargo llovía. Y bajaba del cielo suficiente agua cómo para mojarle los huesos a cualquiera.. Suficiente agua como para no quedarse debajo de ella. Suficiente para agotar la paciencia de espera de cualquier persona racional. Pero a él no le importaba. Permaneció inmóvil al lado de la vieja estación durante un tiempo indeterminado. Tenía la esperanza de que ella aparecería en cualquier instante. Pero, daba la sensación, de que estaba en una ciudad muerta. No había nadie en la calle. No había ancianos paseando y contando viejas historias, ni niños jugueteando y llamando mil veces la atención de sus padres, ni parejas amándose, ni perros ladrando, ni pájaros cantando. Sólo estaba él. Sólo se le acercaba la noche. La fría oscuridad se iba haciendo dueña en el horizonte y se acercaba a él inexorablemente. Sólo estaba él. Sólo él. Recordó como empezó todo.

El joven seguía sin perder la esperanza. Él la amaba. Él la quería más que a nada en el mundo. Ella era la única persona en la quien confiaba. Él estaba enamorado de ella desde tiempo ha. Desde que la vio por primera vez. Al cabo de un tiempo se armó de valor y le pidió para salir. Ella se negó, al principio. Pero el día anterior, inexplicablemente, ella se lo pidió. Él no lo podía creer. Era su primera cita. Y ella no aparecía.

Poco a poco iba dejando de llover. El reloj marcaba media noche y las farolas iluminaron aquella extraña y melancólica calle.

Él decidió marcharse. Ya no podía esperar más. Estaba cansado y muerto de frío. De pronto, vio en aquella esquina el movimiento de algo, de alguien. Pero la poca visibilidad no le permitía saber con exactitud quien era. Aquella sombra se le iba acercando. Incluso él llegó a sentir el sentido de sus tacones. Esto y su femenina silueta delataban que era una mujer esbelta. La sombra se detuvo a unos cuatro metros de él. Llevaba un chubasquero con capucha que le tapaba la cara. Él no estaba seguro de quien era; pero le recordó a alguien. No pudo pensar más. La sombra sacó un objeto con forma de pistola del bolsillo. El cielo seguía nublado. Y ocurrió lo que no pasó en toda la tarde: el primer relámpago. El rayo iluminó su cara. No había duda. La mujer que esperaba había llegado. No hubo tiempo para nada más. Ni siquiera para saludarse. La mujer levantó el arma. Y disparó. Tres veces. La primera bala fue a parar a la rodilla. La segunda en el abdomen. Y la tercera le atravesó el corazón. Todas hieren, pero la última mata. El hombre cayó de espaldas contra la acera. La mujer ya no estaba. Antes de morir vomitó sangre, y pronunció su último “Te quiero”. Después su rostro sonrió, y después, el sueño eterno.

1 comentario:

Txiqui dijo...

Es autobiografica sip.